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lunes, 11 de abril de 2016

metafísica económica y oscurantismo espectacular



A continuación, la mayor parte del soberbio tercer capítulo del ya citado y fundamental Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial, del antropólogo y activista Emilio Santiago Muíño, en el que varios extractos alcanzan una brillante lucidez, erudición y dominio de la lengua. Su lectura -del ensayo completo en realidad- es más que recomendable:

"La macroeconomía es un fracaso [...]. Nunca una ciencia, o una supuesta ciencia, ha sido aceptada tan indulgentemente. Y nunca un experimento ha dejado tantos fracasos, sorpresas desagradables, esperanzas frustradas y confusión al punto de que surge seriamente la duda de si esta tragedia será reparable. 
Max Neef
La colonización capitalista de las ciencias

La crisis civilizatoria no responde solo al ahogo de las dinámicas de acumulación y la creciente escasez de recursos. Es también producto de la ruina en nuestra manera de representar la realidad, de pensar sus interacciones y de valorar qué es lo adecuado. Dado que esta fractura simbólica suele ser dejada de lado en muchos análisis, merece la pena profundizar en su influencia. Detengámonos en dos aspectos: los efectos de la ciencia económica y la existencia de condiciones culturales que dificultan la posibilidad del pensamiento estratégico.

Las ciencias modernas están levantadas sobre los mismos fundamentos y relaciones sociales que el resto del capitalismo. Son ciencias capitalistas. Su carácter histórico no significa que la verdad sea inalcanzable, como argumentan los relativistas gnoseológicos (pues, desde su punto de vista, esta siempre estaría contaminada de las particularidades de su tiempo y su marco sociocultural). El conocimiento objetivo existe, es un proceso colectivo que se abre paso a través de todos los prejuicios*. Los resultados científicos, cuando son verdaderos, dejan de ser culturales, aunque hayan sido elaborados y construidos desde una particularidad cultural determinada. Lo mismo sucede cuando son falsos. Sin embargo, es indudable que el modo de planificar, organizar o incluso cimentar categorialmente ese conocimiento objetivo nos viene muy marcado por el peso del ambiente social y cultural y sus determinaciones. En el caso de la civilización capitalista, esto influye en tres ámbitos.

Las formas básicas de la estructura social capitalista se trasladan a las formas de nuestras estructuras lógicas, primando estilos de pensamiento reduccionistas, fragmentarios, no-dialécticos, basados en los principios de la mecánica clásica.

Alrededor de las estructuras lógicas y los hechos empíricos de las ciencias se levanta todo un cascarón de narrativas y relatos que no son inocentes, y que moldean los argumentos científicos: Marx y Engels, aunque se entusiasmaron con las ideas de Darwin, ya detectaron en ellas una carga de prejuicios propia del mundo cultural de la Inglaterra victoriana.

La ciencia carece de autonomía respecto al mundo del dinero, y la poca que tenía está siendo erosionada a gran velocidad: así lo demuestra la mercantilización universitaria y su reorganización en base a criterios de rentabilidad económica, que es un efecto colateral del ahogo del ciclo del valor y su necesidad de atrapar espacios sociales autónomos o débilmente mercantilizados**.

La economía neoclásica como lógica ajena al mundo

Por su arquitectura conceptual tan débil, y por su alta influencia en las instancias de dirección de nuestras sociedades, ninguna ciencia expresa, y a la vez fomenta, la irracionalidad estructural del capitalismo como la economía neoclásica***. El carácter irracional y metafísico de la ciencia económica se delata en su misma genealogía científica: sigue siendo una ciencia pretermodinámica, predarwiniana y preecológica. Muchos de sus errores derivan de esa impronta mecanicista que sacudió al mundo desde el siglo XVII con una peligrosa tentación: la de extender a todos los campos de la realidad los logros de la física newtoniana. La reflexión económica se entregó a esta tentación, asumiendo entonces una percepción parcelaria, homogénea, fragmentaria y vinculada por relaciones lineales (Naredo, 1987) en la que tenía una primacía ontológica la idea de equilibrio y epistemológica-metodológica la abstracción. Pero mientras que desde finales del siglo XIX las ciencias naturales de inspiración newtonianas se derrumbaban, la economía se mantuvo firme en ese modelo hasta que obras como las de Georgescu-Roegen han abierto una falla radical al poner sobre la mesa cuestiones económicas de consideración imprescindible, como la ley entrópica.

En la esencia mecanicista de la economía clásica está el origen de muchos de sus postulados equívocos, que hoy funcionan como axiomas económicos determinando los procesos de gobernanza social y que son, sin embargo, falsos. A continuación se presentan en 14 tesis los puntos ciegos económicos más recurrentemente criticados desde ámbitos como la ecología, la antropología o la sociología.

La economía neoclásica se basa en una inversión ontológica: en vez de concebir la economía como un subsistema de la sociedad y esta, a su vez, de la biosfera, opera al contrario y entiende el mundo físico como un subsistema de la economía. La economía nos hace vivir, literalmente, en un mundo al revés. [...] En relación con el desarrollo humano, la inversión ontológica se expresa en el hecho de que es la obtención de beneficios la primacía del proceso económico, y las necesidades humanas solo se satisfacen como un daño colateral del aumento de la masa global de plusvalor.
La economía neoclásica prescinde de cualquier reflexión en relación a las necesidades humanas, que son dadas por el ambiente sociocultural sin examinar las determinaciones históricas que las construyen ni su dimensión moral. La escasez es así considerada como una propiedad consustancial de lo humano sin aclarar que se trata siempre de una relación entre medios y fines. En consecuencia, la pregunta por el sentido final del proceso económico queda en el limbo, desplegándose la producción como una tautología infinita que se alimenta de su propio movimiento.
La economía neoclásica trabaja con una noción de sistema cerrado, equilibrado, en esencia locomotriz y, por tanto, reversible. Pero todos los procesos vivos son procesos abiertos, en permanente desequilibrio, sujetos a la flecha unidireccional del tiempo en los que entropía, y por tanto el desorden, tienden a aumentar.
A través de las lentes de la economía neoclásica la heterogeneidad material (y cualitativamente exuberante) de la realidad es sometida a una abstracción homogénea y cuantitativa que conduce al error de la equiparabilidad y sustituibilidad de los bienes económicos entre sí.
La economía neoclásica se basa en un recorte de la realidad reduccionista, en el que solo el subconjunto de lo intercambiable dentro de criterios monetarios entra dentro de la consideración económica. Esto genera un doble efecto: deja fuera del cálculo económico amplios aspectos de la realidad, desde la naturaleza a los cuidados, que son fundamentales para la vida social y facilita la privatización del mundo mediante un proceso de imperialismo económico que impone a todo relaciones de propiedad.
La economía neoclásica cimienta su contabilidad en el sistema de precios, desde el que resulta imposible valorar las especificidades cualitativas de un bien más allá de su demanda cuantitativa con relación a una percepción de escasez. [...]
La economía neoclásica bebe de una mala antropología: una concepción muy pobre del ser humano como agente racional individual optimizador de recursos. Esto es profundamente incompatible con todo lo que la literatura psicológica, antropológica, sociológica e historiográfica nos enseña sobre la acción humana. El comportamiento humano está atravesado por una complejidad de motivaciones que determinan sus preferencias y que siempre se dan en contextos culturales donde las inercias y las rutinas (el habitus, en un sentido bourdieuano) pesan mucho más que los cálculos racionales.
Frente a la idea de maximización que dirige el impulso económico neoclásico, el comportamiento de cualquier ser vivo es mas satisfaciente que maximizador. En los sistemas complejos, como un metabolismo social, al maximizar una variable deprimimos otras. Estos sistemas se mantienen por la multiplicación de redundancias, pero la maximización elimina las redundancias. Como dice Jorge Riechmann (2011), la lógica de maximización es, sencillamente, ajena al mundo.
La economía neoclásica parte de una concepción ontológica incapaz de comprender las emergencias que surgen en los procesos sistémicos. De este modo carece de herramientas para distinguir las cualidades diferenciadas de los procesos micro y los procesos macro.
La economía neoclásica cristaliza una concepción ahistórica, ontologizada y etnocentrista tanto del propio hecho económico como de la disciplina económica y sus premisas.
La economía neoclásica ignora la sociedad y demuestra una total ausencia de reflexión sobre las estructuras sociales y los mecanismos de poder que condicionan la realidad económica, y que la economía ayuda a reproducir. En otras palabras, es incapaz de entender la conexión entre: a) su primacía científica y un proyecto de sociedad asociado a una cierta distribución desigual de la riqueza y el poder (hegemonía capitalista) y b) su primacía científica y un proceso estructural de hacer sociedad que se impone a nivel inconsciente (fetichismo de la mercancía).

El predominio de la economía neoclásica como cosmovisión triunfante es siniestramente autorreferencial. Funciona porque no significa más que la traducción, a un lenguaje pseudocientífico, de las dinámicas estructurales del capitalismo. En la medida en que lo económico va subsumiendo cada vez más realidades sociales, la economía neoclásica va diseñando un mundo a su imagen y semejanza, en el que es muy difícil progresar personalmente si no asumen sus postulados, y donde todas las cuestiones importantes son definidas e interpretadas dentro de los parámetros de racionalidad que esta economía pone en juego (instrumentales, reduccionistas, maximizadores, basados en el individualismo metodológico). Esto se extiende a otras ciencias, a la estrategia política y al sentido común. El resultado es una sociedad economizada y gobernada por un aparato teórico que podemos calificar de metafísico, en el sentido más literal del término, sin errar demasiado en el blanco. Como además los efectos desastrosos de esta metafísica son permanentemente diferidos y externalizados (hacias los pobres, la naturaleza o hacia el futuro), es fácil, y hasta razonable en términos egoístas de carrera profesional, instalarse en sus dogmas. Por tanto, la crisis civilizatoria es inexplicable sin entender que tenemos un sector de las élites, que es el sector mayoritario y que ocupa hoy los puestos de toma de decisiones más relevantes que, atrapados en la economía neoclásica y sus disposiciones conceptuales, son profundamente incompetentes para pensar en términos socioecológicos. Esta negligencia se derrama desde la cúpula a una buena parte de la sociedad.

Sociedad del espectáculo y nueva ignorancia

Nuestra particular "crisis de sabiduría" que diagnosticaba Georgescu-Roegen se expresa también en la pérdida de condiciones de posibilidad para el pensamiento colectivo. En otras palabras, estamos asistiendo a un proceso de degradación de la inteligencia humana a la hora de enfrentarse a sus retos comunes.

Marcuse nos advertía, en los años sesenta, que la sociedad industrial moderna era cada vez más irracional como totalidad. Guy Debord centró su mal comprendida obra teórica en analizar cómo tomaba forma esta irracionalidad en las sociedades keynesianas tras la Segunda Guerra Mundial. El espectáculo del que hablaba Guy Debord (1967 y 1990) no hace referencia al papel de la publicidad o los medios de comunicación: es el capitalismo y su estructura impersonal de dominación sin sujeto, que se ha desplegado como proyecto civilizador tautológico y autodestructivo. Para Debord, que esto sea posible implica un proceso histórico de irracionalización colectiva en el que los significados de las cosas se mistifican y falsifican. Este proceso tiene lugar a través de una constante falta de adecuación de las construcciones simbólicas y lingüísticas de nuestra sociedad respecto a los hecho objetivos en los que esta tiene que desenvolverse. Y que hace posible que una pantomima tan absurda como la hora del planeta, que pretende apagar una hora las luces del sector doméstico para mitigar el cambio climático, pueda ser un ritual seguido por millones de personas sin sentir vergüenza. Cualquiera puede poner aquí el ejemplo que quiera de una lista de disonancias causa-efecto, representación-realidad, que sería infinita.

Así, el espectáculo debe ser entendido no como un dispositivo circense de manipulación de masas, sino como un nuevo oscurantismo que brota espontáneamente de las condiciones de producción modernas (Debord, 1990). Contrasta esta tesis con el mito de la sociedad del conocimiento. Pero, como desvela Kurz (2002), esta sociedad entiende el conocimiento como información: una dinámica de respuesta automática y unilateral, casi pavloviana, ante signos. [...]

La primera dimensión del espectáculo es el ruido inmanejable. En nuestro presente, el volumen de datos sobre cualquier cosa crece exuberantemente día tras día. La conectividad digital amplifica la inflación de información. Es ya un tópico común que todo especialista tiene que lidiar constantemente con una avalancha de datos para, simplemente, mantenerse al día en su campo y no quedarse anticuado. Así, cualquier inquietud que trascienda el ajuste compulsivo de los enfoques particulares queda sepultada bajo el imperativo de la actualidad.

Además, la proliferación desmesurada de información nace de un conocimiento funcional cada vez más esotérico en este marco técnico tan complejo, lo que sirve para hacer algo exige mucha especialización intelectual. Cada vez más. Y es que las leyes de la competitividad que nos impone el capitalismo generan saberes muy fragmentados y encerrados dentro de ámbitos expertos. Esto implica una desaparición, o al menos degradación, de las capacidades para el conocimiento reflexivo de síntesis.

Merece la pena citar en extenso a Mumford, que entendió las implicaciones de esta desaparición del conocimiento de síntesis de modo preclaro:
En el universo de la ciencia en deflagración, los fragmentos dispersos se alejan del centro humano con una aceleración creciente. A causa de nuestro ensimismamiento con la velocidad y la productividad, hemos hecho caso omiso de la necesidad de evaluar, corregir, integrar y asimilar socialmente lo que se produce. En la práctica, esto ha dado lugar a una incapacidad para utilizar algo más que un pedacito del corpus de conocimiento existente; sobre todo lo que esté de moda o sea disponible de inmediato porque así podrá utilizarse comercial o militarmente. Esa actitud, que ya ha producido unos estragos formidables en medicina, como podrá asegurar cualquier especialista íntegro y competente, y los resultados son cada vez más obvios en las demás actividades profesionales. (Mumford, 2011: 209)
Por todas partes, informes parciales nos alertan de tal o cual detalle sobre la situación del mundo que bastarían para demostrar, a la mínima que se pensase interrelacionando factores, que la vía del crecimiento económico es ya una inmolación. Pero, como decía Debord (2000), es el odio de nuestros amos por la dialéctica lo que nos ha conducido a esta cloaca.

Así, nuestra cultura es un entramado complejísimo de instrumentos que podemos manejar sin saber en absoluto cómo funcionan ni poder plantearnos si está bien o mal o por qué debemos usarlos. Simplemente reaccionamos ante signos que tienen consecuencias. Esto sirve para el uso de un programa de ordenador  o para el funcionamiento de un mercado de deuda pública (las famosas señales de los merados). El conocimiento práctico humano ha quedado dividido en dos campos: el de la vida cotidiana, conformado por una suerte de interfaz cada vez más simple; el otro, compuesto por un racimo de millones de espacios de conocimiento iniciático, cada vez más sordos a cualquier interés que no sea concentrarse en saber cada vez más de cada vez menos cosas.

A partir de esta idea de la sociedad del espectáculo**** es posible entender que, desde hace décadas, y, a pesar de la ilusión de omnipotencia que pueda aparentar, el capitalismo sufre un progresivo deterioro en el grado de control sobre sus propias dinámicas. Debord hablaba tanto de una pérdida de la capacidad para el pensamiento estratégico por parte de la dirigencia como de un déficit de control. Tainter ya advirtió, como he señalado, que las sociedades complejas tienden a padecer un fenómeno de rendimientos decrecientes del control social por culpa del aumento de la complejidad. Así funcionan históricamente los colapsos. Y frente al mito de la conspiración es más interesante, y más fiel a la verdad, constatar que nuestras elites saltan, improvisadamente, de coyuntura en coyuntura aguijoneados por el cortoplacismo que la lógica del capital impone.

Así que, por tanto, ya no se trata solo de que los medios de comunicación manipulen la información al servicio de los grupos poderosos, cosa que por supuesto siguen y seguirán haciendo. El secreto de nuestra época es que la red difusa del conocimiento del poder, pues los decisores políticos, salvo contadas excepciones, funcionan con asesores, solo pueden formar un puzle desparramado, un ruido de fondo con los acentos de los distintos provincianismos epistemológicos que suponen sus especializaciones profesionales. Que a su vez están distorsionadas por la necesidad de venderse como mercancías atractivas y hacerse un hueco en este mundo de mercaderes [...].

El espectáculo implica una disolución de la lógica, de la memoria y una descompresión de lo real profundamente perturbadora. Bajo la sobreexposición mediática, la realidad es un torrente de acontecimientos abrumador e inabarcable. Esto produce un clima asfixiante de presente perpetuo. Del accidente de Fukushima a los atentados de París, los problemas sociales se levantan y luego se disuelven a una velocidad tal que no deja ni la más mínima huella reflexiva. La memoria colectiva se degrada, en la vida cotidiana los sucesos públicos adquieren la consistencia de una pompa de jabón, y todo lo que quiera tener efectos está obligado a ser radicalmente chillón. En estas condiciones, la lógica colectiva se diluye en la rapidez. Por eso esta sociedad puede convivir, sin perturbarse, en su condena a muerte programada. Habitamos una concepción del tiempo falsamente cíclica, vinculada a las subidas y bajadas de mareas de la producción de mercancías y a las legislaturas políticas, lo que genera condiciones sociales fértiles para el gran desastre del pensamiento moderno: que una década sea considerada largo plazo. Todo esto no afecta solo a las masas, sino también a las élites políticas.

Finalmente, en este nuevo oscurantismo juega un papel que no es despreciable el espectáculo, en el sentido pobre del término, que es el empleado de modo mayoritario. Esto es, el cuerpo de imágenes visuales construidas a través de la industria del cine, la publicidad y los medios de comunicación. Este torrente de imágenes satura los imaginarios modernos y tiene efectos constatables en los comportamientos subjetivos. Los ídolos mediáticos, y en mayor medida y mucho más importante las situaciones mediáticamente estereotipadas, se convierten en vectores de socialización, y por tanto en péndulos hipnóticos del sonambulismo que caracterizan a las sociedades modernas. Más allá de los incorregibles antisistema, que como los cristianos en Roma viven en las catacumbas de nuestro universo cultural, ¿quién puede siquiera imaginar que la libertad consiste en otra cosa  que en un coche circulando por una carretera vacía en un paraje natural sobrecogedor? ¿Quién puede pensar que la felicidad es algo diferente al prolongamiento, a cualquier precio, de una juventud desenfadada y supuestamente deslumbrante? ¿Quién puede concebir otra forma de reconocimiento social que no sea la envidia por estatus de compra? ¿Quién puede dudar de que una manifestación de un millón de personas que abre un telediario no signifique políticamente algo? Aunque nuestra experiencia personal sobre cada una de estas realidades se empeñe en decir lo contrario, la fuerza de la imagen construida por el terrorismo psicológico del espectáculo prevalece. Y nos sitúa en una correlación de fuerzas titánicamente desigual para librar la batalla por un sentido de la vida que vuelva ser socioecológicamente razonable."

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* Es preciso no olvidar que toda la persuasión política de un sistema totalitario como la URSS no sirvió para hacer triunfar las tesis genetistas de Lisenko, que se demostraron fruto de un paradigma biológico erróneo.
** Así nos encontramos con una delirante fragmentación del hacer científico, una exacerbación del principio de competencias frente al principio de cooperación, información tratada como propiedad y por tanto de circulación restringida, precarización laboral, ritmos casi industriales de publicación de artículos sin correspondencia con desarrollos cognitivos reales (lo que genera un fuerte ruido de fondo que dificulta la discusión científica), una dictadura utilitaria de cortas miras gobernada por la necesidad de demostrar impactos económicos en el corto plazo que condiciona los proyectos de investigación, aumento del peso y la importancia del marketing científico como mecanismo de supervivencia en la selva de un mercado muy estresado.
*** Esto no afecta por completo a la economía como ciencia ni a todas las escuelas económicas por igual. La economía ecológica supone un intento loable, y sumamente interesante, de organizar la economía desde las antípodas de los errores que aquí se exponen. Incluso la primera economía política era mucho más capaz de poder dar cuenta de los procesos sociales que la economía neoclásica.
**** La noción de sociedad del espectáculo tiene muchas más implicaciones en la crisis civilizatoria, que por cuestiones de espacio y coherencia argumentativa no se pueden manejar aquí. Baste pensar en el peligrosísimo proceso de homogeneización cultural que hemos sufrido en el siglo XX, y con ella la desaparición de miles de saberes y códigos culturales ecológicamente adaptados a realidades locales que suponen, como afirma Víctor Toledo, la memoria de la especie: "El mundo moderno está llevando a toda la especie al borde de un estado general de amnesia, a una metafórica muerte cerebral" (Toledo 2011: 209). En la naturaleza, los procesos tan abruptos de pérdida de biodiversidad intraespecífica suelen ser prolegómenos de extinciones.

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