Resulta curioso y embriagador el espectáculo mercantilista que día a día nos ofrecen los unos y monotemáticos canales de televisión sobre las penurias ajenas en la vida de los anónimos, desde las lamentables querellas de familia a las estrecheces producidas por la crisis o por el encierro monitorizado en una jaula. Singular también con la socorrida retransmisión del famoseo, de medio o pelo entero, a través de tertulias de sal gruesa, paparazzis intelectuales y abundante chismorreo. Pero donde todavía resulta más sorprendente la función, es en esos programas corazón corazón donde la supuesta placidez couché de los privilegiados viene a ser metáfora y esperpento del deseo social:
un espejo y un ansiolítico, todo al mismo tiempo.
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