papeles de subinformación

lunes, 26 de agosto de 2013

la abolición del trabajo



"Nadie debería trabajar jamás.

El trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar.

Eso no significa que tengamos que dejar de hacer cosas. Significa que hay que crear una nueva forma de vivir basada en el juego; dicho de otro modo, una revolución lúdica. Por 'juego' también se debe sobreentender fiesta, creatividad, convivialidad, comensalía y puede que hasta arte. El juego va más allá de los juegos infantiles, por dignos que sean. Hago un llamamiento a favor de una aventura colectiva basada en el júbilo generalizado y la exuberancia libre y recíproca. El juego no es pasividad. Sin duda todos necesitamos mucho más tiempo para la pereza pura y la flojera del que nunca llegamos a disfrutar en la actualidad, al margen de la cifra de nuestros ingresos o de nuestra profesión, pero una vez recuperados del agotamiento inducido por el trabajo, casi todos queremos hacer algo. El oblomovismo y el estajanovismo son las dos caras de una misma moneda envilecida.

[...]

Tengamos presente que no tenemos por qué aceptar el trabajo actual tal y como es y hacerlo encajar con las personas adecuadas, algunas de las cuales sin duda tendrían que estar muy pervertidas. Si la tecnología desempeña un papel en todo esto, no sería tanto para automatizar el trabajo hasta hacerlo desaparecer como para abrir nuevos dominios en los que (re)crearnos. Hasta cierto punto quizá queramos volver a la artesanía, desenlace que William Morris consideró como una de las consecuencias probables y deseables de la revolución comunista. El arte dejaría de estar en manos de los esnobs y los coleccionistas, sería abolido como actividad especializada al servicio de un público de élite, y sus cualidades estéticas y creativas regresarían a la vida integral de la que el trabajo las robó. Da que pensar que en su tiempo las urnas griegas sobre las que escribimos odas y que exhibimos en las vitrinas de los museos se utilizaran para almacenar aceite de oliva. Dudo mucho de que la posteridad, caso de haberla, vaya a ser tan benévola con nuestras baratijas. Lo fundamental es entender que en el mundo del trabajo el progreso no existe; en todo caso sería al revés. No deberíamos vacilar en sustraerle al pasado lo que nos pueda ofrecer. Los antiguos no pierden nada y nosotros salimos ganando.

Reinventar la vida cotidiana significa rebasar los límites de nuestros mapas. Existen, es cierto, más propuestas sugerentes de lo que sospecha la mayoría de la gente. Además de Fourier y Morris (e incluso alguna que otra pista, aquí y allá, en Marx) disponemos de los escritos de Kropotkin, de los sindicalistas revolucionarios Pataud y Pouget, de los anarcocomunistas de antaño (Berkman) y de hoy (Bookchin). El Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar, porque muestra qué formas se siguen de determinadas funciones (fines), y también se puede sacar algo de los heraldos, a menudo oscuros, de la tecnología alternativa-convivial, como Schumacher y sobre todo Illich, una vez desconectadas sus máquinas de niebla. Los situacionistas (tal y como nos los presenta el Tratado del saber vivir de Vaneigem y la Antología de la Internacional Situacionista) son tan implacablemente lúcidos que resultan estimulantes, pese a que nunca cuadrasen del todo su defensa de los consejos obreros con la abolición del trabajo. Ahora bien, más vale esa incongruencia que cualquiera de las versiones existentes del izquierdismo, cuyos devotos parecen ser los últimos campeones del trabajo, pues sin trabajo no habría trabajadores, y sin trabajadores, ¿a quién podrían organizar?

Así que en gran medida los abolicionistas solo podrán contar consigo mismos. Nadie puede predecir qué consecuencias tendría el desencadenamiento del poder creador sofocado por el trabajo. Podría suceder cualquier cosa. La tediosa oposición retórica entre la libertad y la necesidad, con su regusto teológico, se resolverá en la práctica en cuanto la producción de valores de uso vaya de la mano del consumo de deliciosas actividades lúdicas.

La vida se convertirá en juego, o más bien en una multitud de juegos, pero no (como ahora) en un juego de suma y sigue. El paradigma del juego productivo es un encuentro sexual óptimo. Cada uno de los participantes potencia los placeres del otro, nadie está pendiente del marcador y todo el mundo gana. Cuanto más se da, más se recibe. En la vida lúdica, lo mejor de la sexualidad impregnará lo mejor de la vida cotidiana. El juego generalizado desemboca en la erotización de la existencia. Y a su vez la sexualidad podrá volverse más lúdica, así como menos urgente y desesperada.

Si jugamos bien nuestras cartas, todos podemos obtener de la vida más de lo que pusimos en ella; pero sólo si jugamos para siempre jamás.

Nadie debería trabajar jamás. Proletarios de todos los países... ¡relajaos!"

{Bob Black, 1985, La abolición del trabajo}

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