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lunes, 4 de octubre de 2010

Sin novedad en los Pancrudos

Una vista del largo cordal de los Pancrudos.
La situación de ausencia laboral suele favorecer la experimentación de nuevos oficios, sobre todo los de temporada. En mi caso -y en lo que aquí atañe- como vigilante de incendios, durante varias campañas, en la torreta de Pancrudo. Lo cual me ha proporcionado algunos de los descubrimientos más interesantes desde esa faceta de eremita que acompaña al cargo. El primero de todos, el privilegio de morar todo el verano al cobijo del macizo cordal con nombre de sustento inacabado.

Esta gran mole, situada dentro del conjunto de la Sierra de la Demanda, es una larga cresta formada por cuatro cumbres consecutivas, superando todas ellas los dos mil metros. La cima más alta, conocida como Pancrudo Norte (2.079 metros) –o Alto de Pancrudo en la cartografía común-, se sitúa frente a los picos San Lorenzo y Cabeza Parda. Un oxidado buzón montañero indica que nos encontramos ante la cumbre principal y desde allí descienden tres cuerdas, una dirección oeste hacia Artaza, otra noreste hacia el collado de Saleguillas y la tercera, sureste, hacia el de Ocijo. Las dos lomas siguientes, Centrales I (2.047) y II (2.039), están marcadas con sendos mojones de término municipal y la última, la Sur (2.062), con una montonera de piedras. La colina que divide en dos el cordal le da al cuarto Pancrudo un efecto óptico de cúspide prominente e, incluso, parece más elevada si se contempla desde la cota principal. Casi dos kilómetros separan ambas cumbres, en un recorrido relativamente sencillo de caminar siempre que no sople viento, una vez superada la dureza de su ascensión. Como premio al esfuerzo, la cordillera ofrece unas vistas panorámicas impresionantes, sobre todo en los días claros.

Hayedos en los terrenos umbríos.
El GR-93.1 [ahora denominado GR-190, Altos Valles Ibéricos] cruza de este a oeste por sus laderas septentrionales y hay varias opciones para llegar desde el valle. La vía más rápida parte del monasterio de Valvanera, en un ramal que enlaza con el sendero principal tras ascender a las Peñas del Oro y el collado El Bierzo. También se puede hacer desde Ezcaray y sus aldeas o a través de la Sierra de Pradilla y Los Randos, desde los valles del Cárdenas o del Tobía. Pero una ruta muy recomendable por su diversidad paisajística –bien en una intensa jornada, bien en dos pernoctando en el refugio del Francés en Ocijo- se puede iniciar en el refugio de Prao Tajo, pasado Lugar del Río, para alcanzar por pista forestal, entre hayedos salpicados de acebos y algunos tejos, las cercanías del Portillo de Nestaza. Subiendo hasta ese punto, puede comenzarse el ascenso al Pancrudo Norte, pero merece la pena retrasarlo a Saleguillas, tras atravesar la hermosa vereda del Paso de los Laneros. Llegados a Ocijo y sus puestos de paloma, después de recorrer todos los Pancrudos –en un contraste de pinos de reforestación, matorral y prados-, sólo falta descender hasta la Venta de Goyo, final de la ruta, por la sinuosa y escarpada senda del Barranco del Rigüelo, entre robles y avellanos.

El coloso Gomárez.
Enrique en la torreta de Pancrudo, 1986.
Detrás, la gran columna de humo del incendio.
La soledad de estos parajes se alivia con el valor humano de compartir morada bajo la empinada ladera del Pancrudo Sur. Son los compañeros en la faena, y mucho más: sobre todo el veterano Enrique Romero Llaría, pastor de Anguiano, treinta años al pie de la torreta y un hombre bueno. A Enrique la vida le parece un tango, y lo expresa con llaneza, en una reveladora mezcla de timidez y lucidez. No hay espacio ahora para las numerosas vivencias que me ha transmitido de su experiencia en el servicio o pastoreando en estas montañas, en definitiva, de toda su trayectoria vital. Una sucesión de recuerdos acumulados, desde los inicios en la vigilancia sin pista de acceso y comunicación de partes al aire libre o en una chabola de metal, al tremendo incendio del cerro Urbaña que saltó el río Najerilla y amenazó con quemar toda la sierra en 1986. Quizás algún montañero curioso pueda escuchar alguna que otra si lo encuentra a su paso, junto al rebaño de ovejas y sus perros Barbas y Curro. No obstante, sí hay sitio para destacar su capacidad de aprendizaje y sorpresa, su sentido natural de la tolerancia y una concepción de la vida más justa y pegada a la tierra que pisa, tan poco al uso en estos tiempos de rebajas y utopía financiera. Y por si fuera poco, Enrique me ha obsequiado con su amistad.

El rebaño del pastor.
Pero eso no es todo. Habitar en la alta montaña –aunque sólo sea en un período determinado y más allá de cierta precariedad- ofrece una buena oportunidad para poder saber vivir con lo básico, en línea con un sano decrecimiento que siempre estuvo ahí. De igual modo, vuelve a poner al hombre en su sitio frente a la naturaleza, en comunión con lo que es y la parte que forma de un todo. Contemplar a la noche un cielo abierto sin contaminación lumínica, escuchar la berrea del venado en otoño, refrescarse con agua recién salida de la montaña, compartir un trozo de queso, observar el vuelo de rapaces y mariposas, leer un buen libro en los ratos sueltos, caminar sobre los grandes espacios, trepar al coloso Gomárez o bajar al oculto Calamantío, ver las evoluciones de un mar de nubes, sentir los cambios y tonalidades del paisaje, disfrutar del silencio, los rumores del bosque o el crepitar de la estufa... Son cosas que no tienen precio y, lógicamente, no son exclusivas ni inmanentes al puesto. Pero la ventaja de trabajar en este singular destierro –como diría Enrique- permite gozar durante mucho más tiempo de un entorno, el de los Pancrudos, no tan reconocido como otros lugares de los antiguos montes Distercios.

Fotografías cortesía de Raúl Serena, también torretero en Pancrudo.

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